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A Christmas Carol o El año que vivimos en peligro

Cuando no tenemos otra opción más que sentarnos frente al espejo y asumir nuestra propia realidad...

A Christmas Carol o El año que vivimos en peligro

Hace algunas semanas una Mariana, muy sabia ella (como de esos frasquitos de pócimas híper efectivas de antaño, milenarias, pero que se envasaron en un frasquito muy nuevo), me dijo: “En esta cuarentena creo que morí y resucité varias veces, muchas veces. Creo que nadie va a salir igual que como entró”. No corresponde ni viene al caso entrar en los detalles de su historia en particular, pero resonó en mí, más allá de su contenido, eso que dijo.

Se me vino a la cabeza “Cuento de Navidad” (A Christmas Carol) de Ch. Dickens, en el que los fantasmas de las navidades pasadas, presentes y futuras vienen a visitar al Sr. Scrooge, una especie de Sr. Berns pero de hace más de 170 años, con fines existencialistas y, eventualmente, reparadores. 

En el magistral relato de Dickens, el Sr. Scrooge era avaro, mezquino y solitario, nadie lo saludaba (no lo querían, obvio) y sólo se preocupada por él y por su plata. Los demás les parecían inferiores, o al menos molestos, toda vez que no veía en ellos sujetos que querían aprovecharse de su fortuna. Una noche, la noche de noche buena, un espectro de su pasado (un antiguo socio, todo sufriente, miserable y encadenado) se le aparece para avisarle que lo van a pasar a ver tres fantasmas: el de las navidades pasadas, presentes y futuras. El primero lo lleva a su infancia y adolescencia, a su juventud, cuando era alguien con deseos y proyectos, con amigos. Que al menos se reía. Y le recordó que había alguien a quien él quería. El segundo, le mostró qué estaba haciendo la gente en ese momento, su familia (de la que él renegaba) reunida, charlando, su empleado, pobre y humilde, preparando la cena, contento junto a su familia, y la gente en la calle, los negocios abiertos, las calles iluminadas mientras él se queja de todo. El tercero fue el peor de todos, o al menos el más espeluznante: lo llevó hacia su propia muerte. Le mostró gente hablando de alguien que había fallecido, personas vendiendo sus efectos personales y nadie realmente triste por eso. Luego se despertó, y, entendiendo que había sido un sueño a la vez que una segunda oportunidad, salió a la calle, o a la vida, a recomponer lo que había que recomponer con tal de tener una vida más parecida a lo que él esperaba.

Creo que algo de eso nos pasó en el 2020. Lo empezamos escuchando que en china alguien se había comido un murciélago en sopa, haciendo chistes o conjeturas basadas en opiniones de dudosa procedencia, armando planes para el año según el contenido que cada uno le asignó, con fechas, deadlines, pendientes marcados en un almanaque que, si no salió volando por la ventana, al menos no tuvo el efecto que ha tenido, no sé, todos los años previos a este, al menos de mi existencia.

Recuerdo el 20 de marzo, escuchando, sentada en la punta de la cama, la noticia de la cuarentena obligatoria (Aun con la cartera y las llaves del auto en la mano, acababa de llegar). A partir de allí, sin entrar en detalles, se fue todo al tacho. No quiero decir que se pudrió todo, sino que lo que desapareció fue la idea de tener todo bajo control. De repente cambiamos el escenario sin tener idea de nada, peor que un examen sorpresa (donde mal que mal asistimos a alguna clase, al menos conocemos el nombre de la materia), fue más bien como si nos hubiéramos quedado con el manubrio de la bicicleta en la mano mientras íbamos a toda velocidad.

Nos vimos obligados, como el Sr. Scrooge, a quedarnos de frente con nuestra existencia. Todo aquello que nos pasaba por el costado, a lo que no le dábamos pelota por el simple hecho (decir “Simple Hecho” es una ironía) de que ya estaba instalado en nuestro cronograma de actividades, trabajo, obligaciones… Y a pensar en eso. Tuvimos que enfrentar algunos fantasmas, dejar de hacernos los tontos con todos esos elefantes en medio de la sala, lidiar con eso.

Y, no es tan simple en general, todo esto vino con el aviso de caducidad de todo nuestro knowhow. Es decir, lo que sabíamos hacer, tal como lo sabíamos hacer ya no servía, como el peine de Ringo cuando te quedaste pelado. Había que transitar esto nuevo y de una manera diferente.

El día que Argentina se quedó sin luz, allá por junio del 2019, los chistes comunes eran: “me quede sin internet y me di cuenta de que vive más gente en mi casa. Dicen que son mi familia, son buena gente” (o cosas así), todo jolgorio frente a un evento inédito que duró algunas horas. La cuarentena era todo risas hasta que nos dimos cuenta de que venía para largo.

La serie Walking Dead  (que sí, he visto con fervor al menos hasta la temporada 6, con un entusiasmo puntual) se trata de la capacidad resiliente de las personas. Por su puesto con una cantidad de condimentos espeluznantes dignos de un escenario distópico lleno de zoombies y otros monstruos (los humanos), y también de diálogos que rebasan verosimilitud, nos deja ver de qué han sido capaces (o lo son) los personajes de esa historia.

Sin negar en absoluto el carácter cuasi catastrófico de lo que pasó y aun pasa, en términos de salud, sin duda, pero también económicos, educativos, personales, etc, me pregunto qué enseñanza nos deja esta experiencia.

A lo largo de la historia de la humanidad (que es muuuy corta en comparación con la historia de las cosas que existen o existieron) se dieron 3 heridas narcisistas. La primera vino con Copérnico, que echó por tierra el geocentrismo aristotélico: el universo no gira alrededor de la tierra. La segunda la trajo Darwin: la raza humana evolucionó de una especie anterior, los primates. Es decir, dejamos de ser criaturas cinceladas por la mano de Dios para venir de un mono. La tercera la clavó Freud, en el ángulo, cuando nos enseñó que muchos de los procesos mentales son inconscientes, escapan a nuestro control, incluso pueden volvérsenos “en contra”. O sea, ya no somos el centro del universo, descendemos de un mono y ni siquiera somos dueños de nuestra propia conciencia…

Me atrevo a proponer que la pandemia por COVID 19 podría tratarse como una cuarta. Cuando creíamos que este tipo de circunstancias ya estaban bajo control se fue todo TODO al mismísimo tacho. El mundo se detuvo, la naturaleza, por un tiempito, volvió a caminar por las calles mientras nosotros veíamos todo por la ventana. Nos quedamos sin respuestas, sin certezas, sin control… en el 2020, cuando creíamos que los autos iban a volar y nos teletransportaríamos. Un ZAZ en toda la cara.

Sin embargo, me gusta pensar que no tiene por qué haber sido en vano, o al menos que no quede en el olvido como “el año que vivimos en peligro”. Tuvimos que descubrirnos, reinventarnos y convivir con situaciones que pensamos, antes de que sucedan, que nos exploten en la cara, que hubieran sido nefastas y devastadoras… y sin embargo seguimos. Más que resucitar, creo que sobrevivimos. No, no sobrevivimos, no es justo. Sobrevivir es zafar, y prefiero verlo como una instancia más, como todas las crisis, de aprendizajes. No salimos del 2020, ni soñando, de la misma forma que entramos. Queda en nosotros capitalizar la experiencia para que no se nos vuelva en contra.

 

 


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