
Humano demasiado humano.
La espiral negativa de pensamientos y su relación con el estrés. Un abordaje para su resolución.
Cuando Inés finalmente apareció en la pantalla, a la hora acordada, a la hora de siempre como cada martes, y le pregunté como estaba, como cada vez que iniciamos la sesión (al menos desde que se instaló la cuarentena que nos obligó a replegarnos a esta manera de hacer terapia) me respondió: “Estoy muy muy mal” Y estalló en llanto. No cualquiera, de esos con ruido, con congoja. “Qué pasó?” le dije. “una paloma se estrelló contra mi ventana, y ahora está ahí, tirada en mi balcón. Está muerta!”
Antes de continuar, vale la aclaración de que mi paciente no es una activista por los derechos de los animales, no milita por la libertad de las aves, ni siquiera es vegetariana. Simplemente este evento disruptivo fue demasiado.
Mi primera respuesta fue de asombro, pensé: cómo puede ser que algo así desate semejante respuesta emocional…? hasta que me puse en contexto: la bendita cuarentena.
En mayo de 2015 se emitió un programa de Argentina para Armar, conducido por María Laura Santillan, donde estuvieron invitados el biólogo molecular Estanislao Bachrach y el psicoanalista Gabriel Rolon. Si bien ambos utilizan términos diferentes a la hora de abordar cada uno desde su disciplina determinados tópicos expuestos en la mesa de trabajo del dia, era una cuestión semántica en la mayoría de los casos. Uno de ellos fue, para mi agrado, la forma de referirse del dr Bachrach: cerebros!
Entre otras cosas, todas muy interesantes, surgió, al final, algo que el dr Bachrach nombró como espiral negativa de pensamientos. Una suerte de densísima tela de arañas. Al decir del Dr. Alex Korb en Neurociencias para vencer la depresión, la espiral descendente se genera porque las circunstancias que te rodean y las decisiones que tomamos alteran nuestra actividad cerebral. Y si esto persiste, se agrava y se instala como un círculo vicioso. El problema de la espiral descendente no es solo que te hunde sino que te mantiene hundido.
El Dr Bachrach lo ilustra con el siguiente ejemplo: salís una mañana hacia tu trabajo y alguien te roza el auto, nada grave, pero genera malestar. En el trayecto los pensamientos hacen que te enojes y cuando llegas, te tomas un mal café y para entonces el malestar se convierte en ira pura y dura. Y eso es lo que le pasó a Inés. Si el episodio de la paloma hubiera ocurrido antes de este contexto, le hubiera molestado, claro, como a cualquiera, pero no le hubiera generado semejante respuesta. Es algo así como el síndrome de la mecha corta: la tolerancia está en estrecha relación con el estrés y la espiral negativa, somos proclives a perder los estribos en circunstancias acuciantes.
Todos ‘sabemos’ qué es el estrés. O al menos creemos saberlo, está instalado en nuestro acervo léxico.
Estrés, según su definición, es un conjunto de alteraciones que se producen en el organismo como respuesta física ante determinados estímulos: frio, temperaturas extremas, exposiciones… a su vez, podría definirse también como un estado de cansancio mental provocado por la exigencia de un rendimiento muy superior al normal, que puede provocar trastornos tanto físicos como mentales.
Dicho esto, podemos entender que Ines está estresada, y que como tal el evento de la pobre paloma cuya falla en su radar terminó en esa fatalidad resultó demasiado para su estado, vulnerado por el contexto.
Existen tres tipos de estrés.
El estrés agudo, ese que aparece cuando estamos frente a una situación traumática (una mala notica, un choque, etc). Los síntomas más comunes, y que todos reconocemos, pueden ser: dolores de cabeza, tensión muscular, dificultad para concentrarse, ansiedad…. Puede ser positivo, un empujón a la acción, pero no si es constante.
El estrés agudo episódico se da en aquellas personas que padecen estrés agudo con frecuencia. Suelen ser desordenados, siempre están apurados y llegan tarde. Da la sensación de que siempre están al borde de explotar.
Por último, el estrés crónico, cuando la persona no ve una salida. Es el estrés de las exigencias y presiones constantes. Generalmente se establece una visión del mundo (un sistema de creencias) que funciona como bucle, mas estrés: el mundo es un lugar amenazante y hostil. Y lo peor, las personas de acostumbran a él, y como tal lo ignoran.
Esto no le pasa a Ines solamente, el cerebro humano funciona más o menos igual en todos. Es decir, somos así, tendemos a actuar de determinada manera porque somos humanos (demasiado humanos, diría Nietzche). El cerebro es básicamente un órgano vago, no quiere cambiar, quiere evitar el malestar a toda costa, funciona por hábitos. Y los hábitos son mecanismos de accion que se instalaron porque alguna vez fueron eficaces pero que quizá no lo son ya. Por ejemplo, si de niña conseguía todo lo que quería bajo amenaza de hacer un berrinche, difícilmente me resulte eficaz cuando mi jefe no me quiera aumentar el sueldo o me vaya mal en un examen, se volvería una respuesta altamente ineficaz.
Por otro lado está la mente. La mente no es el cerebro, la mente soy yo, es lo aprendido, “Somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos” dijo Borges cuando nos regaló ese exquisito Cambridge. La mente es quien responde cuanto te preguntan quién sos, qué queres ser cuando seas grande…
El dolor es inevitable, el dolor es una emoción que nos enseña a sobrevivir, a aprender, a estar en el mundo, y es inherente a la condición humana, es la respuesta a circunstancias que no esperamos, que no queremos pero que no podemos evitar. Es el estrés en su forma ‘benigna’, digamos. El sufrimiento, en cambio, es el condimento, es pensar sobre el dolor, es esa espiral descendente que le agrega significación y que, si no para, te lleva al infierno, te hunde. Es imperioso evitar que el estrés agudo se transforme en crónico, que la espiral no se convierta en hábito, en la tendencia normal de nuestro cerebro a la hora de abordar las cuestiones que nos vienen dadas. Queda en nosotros convertir la espiral descendente en ascendente.
En las reuniones de NA, al inicio, suelen rezar la Plegaria de la Serenidad, que comienza de la siguiente manera: “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para conocer la diferencia”.
Centrarnos en lo que puedo cambiar, lo que
esta a mi alcance, es un buen comienzo.
Mayo de 2020